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SAN EDUARDO III, REY DE INGLATERRA - 13 DE OCTUBRE
Nacido en Inglaterra en el año 1003. Debido a la dominación danesa, fue educado en Normandía, patria de su madre. Subió al poder en 1042. Se le venera como el gran promotor de las instituciones monásticas y eclesiásticas inglesas. Sus reliquias reposan desde 1163 en la Abadía de Westminster, obra que fue por él empezada. Venerado por todo su pueblo, murió en 1066. Aún hoy la Corona de Inglaterra es llamada "de San Eduardo". - Fiesta: 13 de octubre.
Los principios de la Edad Media fueron particularmente tenebrosos. Tuvo la Santa Iglesia que domeñar naciones nuevas e indómitas nacidas muchas veces de la ley de la violencia, de la sangre y del más fuerte. Fue su más heroica tarea signar con la Cruz el nacer de todas aquellas nuevas nacionalidades, lo mismo que antes había trabajado para absorber en la fe cristiana a los pueblos invasores.
Y es en la vida de Eduardo III de Inglaterra, el Santo, donde encontramos un claro exponente de todas estas vicisitudes, las cuales, en definitiva, no eran más que la gestación de nuestro mundo actual.
A Eduardo, sobrino de otro Santo, el rey mártir Eduardo II, le tocó vivir una azarosa juventud a causa de las muchas calamidades que sufrió Inglaterra en aquellos tiempos.
Invadida por los daneses su patria y usurpado el trono de sus mayores, el pequeño príncipe, juntamente con toda la familia real, viéronse obligados a refugiarse en Normandía para salvar sus vidas.
Dicen los historiadores que todo el tiempo que duró la educación del príncipe en aquel destierro, se observó que, con su inocencia de costumbres, iban creciendo en él el desprecio al vicio y un gran amor a la virtud, aún mucho antes de tener edad de discernir su mérito y su valor.
A la apacibilidad de su temperamento, juntaba una extraordinaria pureza en toda su vida, mereciéndole que se le llamara "el Ángel de la Corte". Inclinado a la oración, asistía con gran reverencia al santo sacrificio de la Misa.
Murió su padre en este tiempo de destierro, y la barbarie de los invasores, unida a los artificios de Godwine, uno de los principales señores de Inglaterra, cruel y ambicioso, asesinó a sus dos hermanos, por lo cual se encontró Eduardo único heredero del usurpado y asolado reino inglés. A menudo le insistían sus cortesanos diciéndole que jamás podría abrirse camino hacia el trono a no ser que lo hiciera con la punta de la espada, a lo que el futuro rey acostumbraba responder que nunca admitiría Corona alguna que hubiera costado ni una sola gota de sangre.
Pero era hijo de reyes, y como tal no perdía de vista el trono de sus mayores. A la muerte del usurpador, Canuto el Grande, que años antes había contraído matrimonio con su madre, creyó llegado el momento de realizar sus sueños; y reuniendo una flota de cuarenta navíos cruzó el estrecho en dirección a su patria. Su desengaño fue grande: pensó estar en medio de sus vasallos y se encontró rodeado de un ejército de enemigos.
Retirado nuevamente a Normandía, siguió esperando, con una fe inquebrantable en la justicia de su causa.
Reinaba ahora en Inglaterra su hermanastro Canuto el Atrevido, hijo de su madre y del escandinavo fallecido. Aunque de carácter cruel y vengativo tuvo un rasgo generoso, y quiso tener cerca de sí al desterrado; con lo cual además contaba ganarse el favor de los ingleses. Y de este modo fue cómo, después de treinta años, volvió Eduardo a pisar Inglaterra.
Poco tiempo después de su llegada a la patria, el rey Canuto moría repentinamente, el mismo día de su boda; y los ingleses ofrecieron rápidamente la Corona a Eduardo, que contaba a la sazón cuarenta años.
La misma conducta moderada que había sido su guía en el destierro, la mantuvo al ocupar el trono.
Empezó su reinado olvidando, noble y magnánimo, cuanto había sucedido, renunciando, desde el primer momento, a todo acto de venganza y represalia. Restauró las iglesias que los enemigos habían saqueado. Eduardo III estaba convencido de que el medio más seguro para que floreciese el Estado era conseguir que floreciese la Religión; por lo que solía decir que el bien público de la monarquía estaba inseparablemente ligado al mayor de la Iglesia.
Trabajó para hacer renacer en todas partes y en todos los aspectos de la vida, la justicia, principalmente en aquellas provincias desoladas por la guerra y de corrompidas costumbres. Y acabó con todos los abusos de la nobleza.
Con sus decisiones, muy pronto se ganó, de una manera absoluta, el corazón de sus vasallos. No hubo rey más amado, ni príncipe que mejor mereciese el nombre de padre. Los antiguos analistas le colocan entre los mejores monarcas de su tiempo; dicen de él que fue bueno, piadoso, compasivo, padre del pueblo, protector del débil, más amigo de dar que de recibir, de perdonar más que de castigar...
Era pobre en las riquezas, en las delicias sobrio; humilde en la púrpura, y, bajo la corona de oro, despreciador del mundo. La nobleza y el pueblo deseaban que su rey contrajera matrimonio, con el fin de ver perpetuadas en una larga sucesión las grandes virtudes de su amado soberano. Eduardo accedió en parte a aquellos deseos, uniendo su vida a la de la virtuosa Edith, mujer piadosísima, capaz de comprender el voto de continencia que Eduardo tenía hecho a Dios desde su juventud. Voto que ni las súplicas de sus súbditos, ni el tierno amor de su esposa pudieron hundir jamás.
Y así transcurrieron para Inglaterra veinticinco años de auténtica paz y sosiego. A través de los cuales, no se registraron ni grandes conquistas ni brillantes victorias; pero toda la historia de aquel reinado de Eduardo III hubiera podido resumirse en estas palabras: paz y justicia. Los ingleses a su paso bendecían su nombre y siguen aún bendiciendo su memoria.
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