viernes, 20 de julio de 2007
BEATA MARIA MAGDALENA MARTINENGO, 1687-1737 - 27 DE JULIO
Nació en Brescia el año 1687, de familia aristocrática, y pronto quedó huérfana de madre. Se educó en internados de monjas. A los dieciséis años su padre quiso que se integrara en la vida de sociedad, pero ella le manifestó que había decidido hacerse religiosa. Superadas las reticencias paternas, ingresó en las Capuchinas de Brescia a los dieciocho años. Pronto empezó a experimentar pruebas y tribulaciones interiores, que se sumaban a las humillaciones provenientes de la incomprensión de sus hermanas de hábito. Afrontó esos padecimientos uniéndose en espíritu a Cristo crucificado, profundizando en la humildad e intensificando la oración. Con el tiempo las monjas cambiaron de actitud hacia ella, la apreciaron cada vez más, y le confiaron los cargos de mayor responsabilidad: maestra de novicias y abadesa. Mujer de vida contemplativa y penitente, gozó de carismas extraordinarios. Dejó algunos escritos místicos. Murió el 27 de julio de 1737.
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BEATA MARÍA MAGDALENA DE MARTINENGO
por Prudencio de Salvatierra, o.f.m.cap.
¡La condesita de Martinengo!... Frágil belleza de pocos años, cutis de cera, hermosa y débil como una flor, inocente como un ángel. Su vida es un soplo, su voz un suspiro, y en sus cabellos el oro y la seda se disputaban la primacía.
No le pidáis a la condesita grandes proezas: es bella, pero no es valiente; más bien un poco asustadiza y ruborosa.
Su cabecita rubia es un nido de dolores; sus vestidos, con cruel elegancia, ocultan un pobre cuerpo enfermizo; su corazón palpita a saltos desiguales, como pajarillo prisionero. ¡Pobre Margarita, cuán cerca de tu cuna debe de estar tu sepulcro!
Nadie hubiera tenido valor para pronosticar otra cosa de aquella niña que parecía vivir de milagro. Pero dejemos correr unos pocos años, y llamemos a la puerta del convento de las capuchinas de Brescia; preguntemos por ella. Nos dirán que ni San Pedro de Alcántara -el hombre que parecía hecho de raíces de árboles-, ni los penitentes de la Tebaida, ni cuantos ascetas en el mundo han sido, pueden compararse, en rigores y penitencias, con la débil condesita de Martinengo; nos contarán su intrépida virtud, su amor ilimitado a Dios, su heroísmo perpetuo; y nos quedaremos admirados y perplejos, sin acertar con la causa de cambio tan radical. Pero las breves páginas de esta historia nos aclararán el misterio
Brescia, la patria de nuestra heroína, está en la parte norte de Italia, cerca del lago de Garda, a mitad de camino entre Milán y Verona. Ha puesto Dios tanta belleza en toda esa comarca, que más parece un ensueño que una realidad. No es extraño que salgan de allí espíritus superiores y delicados; también las almas reciben el sublime contagio de la belleza.
El conde Francisco Leopardo Martinengo de Barco tenía un palacio, donde vivía feliz con su joven esposa, la condesa de Secchi de Aragón, y con sus dos hijos varones de corta edad.
En 1687 vino al mundo el último vástago, una niña pálida y rubia que se llamó Margarita, como su madre. Nació moribunda, y tuvo que ser bautizada a toda prisa, en la misma casa. Era de una debilidad tan grande, que estuvo varios meses entre la vida y la muerte; en fin, Dios la libró de aquel riesgo, pero se llevó al cielo a la madre.
Margarita tuvo una infancia triste, sin conocer el amor ni las caricias de la que le había dado el ser, sintiendo a cada paso dolores y quebrantos corporales, hablando más con los médicos que con las muñecas.
A los cinco años, por disposición de su padre, la llevaron a la parroquia para suplir los ritos del bautismo; y en aquel día, Margarita cometió la primera falta, tal vez la única culpa de su vida, un pecadillo de vanidad, al verse, después de la ceremonia, pisando las mullidas alfombras de su palacio, entre las aclamaciones de amigos y parientes. Seguramente contempló, en los grandes espejos luminosos, la gracia de su andar, el oro de sus cabellos, la viveza de sus ojos y la elegancia de su vestido. Y la vanidad puso una sonrisa de coquetería en los labios de aquella criatura frágil y hermosa.
Pero luego le pareció tan grande su pecado, que hizo penitencia de él toda su vida.
Para que adquiriese sólida educación cristiana, su padre la puso al cuidado de una religiosa ursulina, diestra en toda clase de trabajos femeninos y guía incomparable en las vías de la piedad. Margarita, que tenía la inteligencia muy viva y el corazón dócil y delicado, hizo rápidos progresos en la ciencia y en la virtud. Escuchaba a su maestra como a un oráculo, estudiaba con ahínco las lecciones, y en poco tiempo aprendió a escribir con elegante propiedad en las lenguas italiana y latina. Al mismo tiempo, su alma crecía en la virtud y en el amor a Dios; era mortificada en sus gustos, ferviente en la oración, y tan caritativa y dadivosa, que su padre tenía que cerrar todos los armarios de la casa, para que Margarita no diese a los pobres todo cuanto hallaba a las manos.
A los nueve años, la niña era un prodigio de hermosura, de bondad y de agudo encendimiento. Su padre la consideraba como una joya de subido valor, y notaba que Dios la protegía visiblemente. Un día, paseando padre e hija por el campo, en magnífica carroza, repentinamente cayó al suelo Margarita y el vehículo pasó sobre ella sin hacerle ningún daño. Muchos años más tarde, escribía ella que sintió en aquella ocasión como una mano poderosa que la levantó del suelo y la sacó del peligro; y atribuía aquel favor a la asistencia de su Ángel custodio.
Un año más tarde, Margarita fue a completar su educación científica y espiritual al monasterio de Santa María de los Angeles, bajo la tutela de dos tías suyas, religiosas de aquel convento. Su vida en aquel lugar de retiro fue descrita por ella misma en su autobiografía: «Me arrodillaba delante de la Divina Majestad, y tomando el crucifijo en las manos, lo besaba y estrechaba contra mi pecho, y le hablaba, ora implorándole perdón de mis pecados, ora pidiéndole su santo amor, o prometiéndole fidelidad, suplicándole que me crucificase consigo, ofreciéndome en holocausto perpetuo y renunciando a todas las cosas del mundo, para llenar de Dios todo mi corazón».
En este tiempo, comenzó a ejercitarse valientemente en las disciplinas, cilicios y ayunos, inventando cada día nuevos tormentos para unirse más a su Dios crucificado. Sentía ya, en tan temprana edad, que Dios la había colocado en la tierra para que entonara sin cansancio el himno del dolor, y su alma, pronta a las voces de Dios, comenzó a gozar las delicias amargas de la penitencia, acompañando a Cristo en su agonía y en su redención.
Todavía no había gustado el manjar divino de los sagrarios; pero ya tenía todos los incendios de las almas eucarísticas. Cuando las religiosas comulgaban, Margarita se ponía cerca de la reja del comulgatorio, y allí, con mirada anhelante, saltándole el corazón de sublime envidia, dirigía a Cristo calladas voces de amor y le decía que viniese pronto a su corazón, porque ya no podía resistir más esos deseos; pero después, considerando su indignidad y miseria, bajaba los ojos, y se retiraba avergonzada y llorosa, con el pálido rostro enrojecido de rubor.
Por fin, llegó el día de sus sueños eucarísticos. Margarita, vestida de blanco, con el alma en pleno incendio de amor, se acercó al Dios de los altares, creyendo que aquél iba a ser el momento más feliz de su existencia. Pero Jesús le reservaba una prueba terrible, cuyo recuerdo llenaría de amargura a la inocente niña todos los días de su vida. La Hostia sagrada apareció en las manos del sacerdote; ya se acerca Jesús al corazón que le ha esperado con tanta impaciencia. Margarita, en el colmo de la felicidad, no acierta a pensar en nada, tiembla, se estremece, saca la lengua y cierra los ojos... Un grito agudo se escapa inesperadamente de los labios de los presentes; la santa Hostia ha caído al suelo, sin tocar la lengua de la niña. Era la prueba de Dios, llena de significado profético: Margarita debía renunciar a todos los gustos, aun a los más santos, para conformarse perfectamente con su amado Jesús. Allí estaba Él, caído como en el camino del Calvario, esperando que un corazón amigo le ayudara a levantarse; y Margarita, con esa rapidez medio inconsciente de los niños, se postró con reverencia y tomó con la lengua la Hostia caída...
Y aquella primera comunión, que debía dejar un recuerdo de dicha en el alma pura de la inocente niña, dejó una impresión de angustia y de temor que no se borraría jamás. Desde entonces, siempre que se acercaba a la comunión, sentía toda la grandeza de Dios y toda la indignidad de sí misma, y nos cuenta que «un frío mortal invadía no sólo su alma, sino también todo su cuerpo».
Del convento de los Angeles, pasó al del Espíritu Santo, en su misma ciudad natal, y allí fue madurándose su virtud y se definió su porvenir con toda claridad. No le faltaron fuertes tentaciones que probaron su espíritu y aquilataron su santidad: imaginaciones impuras, desalientos y trastornos nerviosos, y tal desesperación que, como dice ella misma, «casi deseaba matarme para ir más pronto al infierno». Pero nunca permite Dios que seamos tentados más allá de nuestras fuerzas, y Margarita salió triunfante de todos aquellos terribles combates, fortalecida y animosa para nuevas tentaciones.
La idea de consagrarse a Dios en la vida religiosa era lo único que le daba alientos y alegría; pero temía que el Señor no quisiera admitirla entre sus esposas. Sus tías, sus hermanos y su mismo padre no cesaban de atacarla en este punto, y le sugerían de continuo el pensamiento de un matrimonio ventajoso, le llevaban novelas de amor y vestidos riquísimos para despertar su entusiasmo por la vida del mundo. Margarita, inocentemente, leyó aquellos libros, se probó los vestidos; pero todo eso no hizo en ella más efecto que llenarla de remordimientos y de angustia, temiendo que el Señor la castigara por aquellas frivolidades.
Un día, delante del sagrario, llorando sus culpas, que ella creía enormes, sintió de repente la más absoluta paz interior, y conoció con clarísima luz que Dios la quería para sí y que debía emprender sin demora el camino del renunciamiento y del dolor.
Pero su vocación religiosa debió todavía hacer frente a toda clase de objeciones y obstáculos. Su padre, sus tías, y aun sus mismos confesores, se opusieron tenazmente a que vistiera el hábito de las capuchinas, intentando convencerla de que aquella vida de penitencia no era a propósito para una niña enfermiza y delicada, y que moriría muy pronto en aquel convento, húmedo y oscuro como una tumba.
Veamos cómo se expresa ella misma al referir tantas contrariedades: «¡Oh, Dios, qué gran cosa era ésta, que una hormiguita se mantuviese, constante en tantas batallas! Porque tanto el cielo como la tierra y el infierno parecían combatir contra mí. El cielo con arideces, abatimientos, desolaciones, de modo que me parecía que se había vuelto de bronce para no verme. La tierra me combatía con las riquezas que podía esperar casándome, con delicias y pasatiempos, con la vista de mis parientes y amigos, representándome la aspereza de la vida capuchina y comparándola con mi delicada salud; y otras mil tentaciones con que el demonio no cesaba de combatirme».
Su padre, que no podía sufrir el verse privado de su hija más querida, tentó todos los medios para hacerla desistir de sus propósitos. La llevó, en viaje de placer, por varias ciudades, la presentó en bailes y fiestas mundanas, la quiso aturdir con paseos y teatros; pero Margarita regresó a su casa como si no hubiera visto nada, sin sentir atracción por nada, con el pensamiento fijo en la voluntad de Dios que le llamaba al monasterio de las capuchinas.
Por fin, después de una lucha que hubiera desanimado a cualquiera, Margarita tomó el hábito tan ardientemente deseado, en el monasterio de Brescia, el día 8 de septiembre de 1705. Allí quedó encerrada para toda la vida la condesita de Martinengo, con su belleza aristocrática, con sus dieciocho primaveras, con su alma blanca y hermosa; dentro de los muros conventuales le esperaban treinta años de dolor que ella, con sublime abnegación, trocaría en treinta años de felicidad y de heroísmo.
Ante todo, hagamos resaltar que Margarita no vistió el hábito capuchino por simpatía o por atracción, como sucede en casi todos los que sienten la vocación religiosa; sino por todo lo contrario. Ella hubiera preferido otro instituto cualquiera: la pobreza y el rigor capuchinos repugnaban a su naturaleza y a su educación; la hija de los condes de Martinengo no parecía muy a propósito para habitar en un convento donde todas las penurias y penitencias imaginables tenían su morada. Pero la voluntad de Dios, manifestada claramente a su alma, la hizo aceptar sin vacilaciones aquel género de vida que nunca le había gustado.
Apenas las puertas del monasterio se cerraron detrás de la joven, la cruz comenzó a ser su compañera inseparable. Le cambiaron de nombre y le pusieron otro que era un símbolo de dolores y de amor: María Magdalena. Nuestra santa, como la admirable penitente de Betania, no abandonará jamás a su Esposo crucificado, estará con Él en todas partes, seguirá sus pisadas sangrientas, beberá su cáliz amargo, y asistirá también a la gloria del triunfo y participará de las alegrías de la resurrección.
La Maestra de novicias fue para Magdalena un verdadero instrumento de tortura: se burlaba de sus virtudes y de su espíritu de mortificación, la injuriaba constantemente, la humillaba, con sospechas y juicios desfavorables. Sólo atendiendo a una permisión misteriosa de Dios, se puede explicar tanta incomprensión, tanta injusticia y falta de tino en aquella severa religiosa. Un día llegó a decir que, «si Sor Magdalena se quedaba en el convento, sería la ruina de toda la Orden».
El confesor de la comunidad era de la misma opinión: cada vez que Magdalena debía exponerle sus dudas de conciencia, se retiraba del confesonario envuelta en mil angustias y temores, creyendo que no había esperanza para su alma.
Y las otras religiosas también eran contrarias a la novicia; todas creían que se la debía expulsar inmediatamente.
Llegó el día de la votación secreta para admitir o rechazar a Magdalena en la comunidad. Se reunieron las religiosas para proceder a aquel acto decisivo; y Magdalena, sabiendo la importancia de aquella reunión, corrió a refugiarse en la iglesia y allí se puso íntegramente en las manos de Dios... No fue pequeña la sorpresa de las religiosas cuando, al hacer el recuento de los votos, vieron que todos, sin una sola excepción, eran favorables a la novicia. Algunas aseguraron que, al ir a depositar su voto adverso, habían sentido una fuerza irresistible que les movió a cambiar repentinamente de opinión. La voluntad de Dios se manifestaba claramente en aquel acto, y Magdalena hizo la profesión religiosa con una alegría que fácilmente podemos imaginar.
Desde aquel día, la santa comenzó a ejercitarse en los trabajos más humildes y pesados. Sus manos de princesa se encallecieron; su rostro pálido se encendió de sanos colores. Pidió a Dios la robustez corporal, para poder mortificarse con inauditas penitencias y ser la sierva de todas las religiosas, y el Señor le concedió esa gracia con amplia largueza.
Un día, tocando la campana del coro, se le dislocó un hueso de la espalda, y Magdalena, lejos de quejarse o procurar la salud, aceptó aquella cruz con alegría, como un regalo precioso del cielo.
Tenía tan baja idea de su virtud, que estaba siempre como avergonzada, pensando que era indigna de vivir entre las esposas predilectas de Cristo. Y no le faltaban las ocasiones de humillarse: la Madre Abadesa la trataba con imperio, y a veces con burla; las otras religiosas la afrentaban de continuo, como a un ser inútil y despreciable; y ella reconocía que tenían razón, que no había en el mundo un ser más abominable ni más digno de castigo.
Durante seis años, la hija de los condes de Martinengo fue cocinera de la comunidad, y en aquel oficio se ejercitó en la humildad más profunda y en penitencias indecibles. Solía padecer una sed extraordinaria que se agravaba con los calores y con el humo de la cocina; pero ella abría la llave de agua fresca, acercaba sus labios abrasados al chorro que le prometía gustoso refrigerio, y antes de tocar el agua, se apartaba de allí rápidamente, como de un carbón encendido. Esa mortificación heroica le parecía el mejor modo de consolar a Cristo sediento en la cruz. La mayor parte de este tiempo, la santa cocinera no probó más alimentos que un poco de pan mojado en agua.
De la cocina pasó a otros oficios igualmente duros; más tarde, en 1723, fue elegida Maestra de novicias, cargo que desempeñó varias veces con gran aprovechamiento de sus dirigidas; y finalmente, tuvo que aceptar también el cargo de Abadesa, a pesar de su indecible repugnancia a todos los honores.
Para formarnos una idea de la perfección de esta alma en todas las virtudes, bástenos recordar un famoso voto que hizo en 1712, y que es lo más sublime y encumbrado que se puede hallar en la vida de un santo. Dejemos la pluma a la misma Magdalena: «Para corresponder, Dios mío, a los deseos intensísimos que tengo de amaros... con plena deliberación y absoluta libertad..., yo, Sor María Magdalena, pobre e indigna capuchina, hago voto de obrar, pensar, hablar todo aquello que conozca claramente ser de mayor agrado a vuestra divina Majestad, amándoos y adorándoos sin cesar, conformándome en todo con vuestros adorables deseos, imitando cuanto pueda los santísimos ejemplos que me habéis dado..., mortificándome en todas las cosas, huyendo de todo consuelo, abrazando todos los dolores, negando perfectamente mi voluntad... Y porque temo que mi naturaleza quiera alguna vez desligarse de estas cadenas de oro, hago voto, oh Dios mío, de no procurarme ninguna dispensa de este voto».
Esta página admirable, en que se retrata toda la grandeza y hermosura de un alma excepcional, sufrió varios cambios y correcciones en su redacción, hasta que la fórmula definitiva quedó en su punto, después de algunas pruebas y ensayos. El cardenal Badoaro, que examinó la primera redacción de Magdalena, se quedó asombrado y mandó a la santa que la mitigase en varios conceptos excesivamente rigurosos. Podemos imaginarnos cómo sería aquella fórmula primera, en la que el amor hablaba con toda su grandiosa espontaneidad.
Este voto fue pronunciado por Magdalena en la noche de Navidad de 1712; y fue cumplido exactamente durante veinticinco años, hasta su muerte.
Pero nuestra heroína no se contentó con eso; en su deseo de entregarse totalmente a Dios, hizo otros votos no menos difíciles y extraordinarios. Uno de ellos fue el de la imitación de la pasión de Cristo, «renunciando a todo consuelo interno o externo, abrazando todos los sufrimientos de cuerpo y alma, para pasar la vida entera en penas y angustias, clavada con Cristo en la cruz y en unión de la Virgen Dolorosa».
Otro de aquellos votos, de espíritu genuinamente franciscano, fue el de querer bendecir a Dios en todas las criaturas, especialmente en las que le proporcionaban algún sufrimiento o molestia. «Me aprovecho de la tierra -escribe en su Autobiografía-, estando de rodillas sobre ella, durmiendo con una piedra por almohada, besando el polvo y regando el suelo de sangre con las disciplinas. Alabo a Dios en el agua, lavando trapos y vestidos, sufriendo el frío o el calor. Alabo a Dios en el fuego, quemándome de diversas maneras».
En suma, la santa capuchina agotó toda su imaginación para ofrecer a Dios nuevas y sublimes pruebas de amor, ofreciéndose como holocausto en el altar de su vida inmaculada y seráfica. Pidió cruces y más cruces, de alma y cuerpo, y el cielo, al darle el deseo de padecer, le dio también la fuerza necesaria para el sacrificio sin tregua.
Siendo Maestra de novicias, varias religiosas y el mismo confesor la acusaron ante el Vicario eclesiástico del convento, tratándola de hipócrita y de herética. Le prohibieron hablar con las novicias sobre asuntos espirituales. Esta prueba, que debió de ser terrible para Magdalena, terminó con el triunfo completo de la inocente víctima. Fue examinada por las autoridades diocesanas, reconocida como excelente directora de almas y repuesta en su oficio con todos los honores.
No satisfecha con las penas que Dios le mandaba sin cesar, pasó toda su vida discurriendo extrañas y terribles penitencias que harían temblar a los mismos ascetas del yermo. Hubiera sido una temeridad imprudente martirizarse en esa forma, que sobrepasa los límites mismos del heroísmo -si es que el heroísmo puede tener límites-, prescindiendo de la voluntad clara de Dios; pero Magdalena fue inspirada por el cielo, y aceptó esa inspiración sin vacilar, como Cristo al entregarse a todos los dolores de la Redención decretados por el Eterno Padre. Ella explica sencillamente la razón de tanto padecer, escribiendo en su autobiografía: «Si no hubiera tenido las penas corporales para refrigerar o calmar el ardor del amor a Dios, me hubiera sido imposible soportarlo». ¡Qué palabras tan incomprensible para todos los que no aman como Magdalena!
Y sale valientemente al encuentro de todas las objeciones humanas contra la penitencia, diciendo que, si por la salud corporal se toleran muchas veces tormentos durísimos, como tajos, cauterios e incisiones, con mucha mayor razón se podrá hacer lo mismo por la salud del alma. Y siendo alimento propio del amor el sufrir por el amado, concluye animosamente: «Yo padeceré todo lo que pueda, para amar cuanto me sea posible».
No crea el lector que esta formidable penitente era lo mismo en el trato con el prójimo. Siempre se observa el mismo fenómeno en los grandes ascetas cristianos: son todo mieles y suavidad para los demás, saben mejor que nadie ejercitar delicadamente los oficios de la caridad y de la misericordia. Magdalena, en su cargo de Maestra de novicias, tenía ternuras maternales con las jóvenes confiadas a su dirección, las animaba con amables consejos, las encendía en amor divino, y era la primera en prohibirles el ejercicio inmoderado de la mortificación. Estando en el oficio de tornera, daba a los pobres abundantes limosnas, les hablaba con alegre simpatía, y les aseguraba que ellos eran los amigos predilectos de Dios. Siendo Abadesa, fue para todas las religiosas un ejemplo admirable de la más perfecta caridad: a la cocinera le solía decir que se esmerase todo lo posible para presentar los alimentos limpios, variados y apetitosos; cuando había alguna monja enferma, ella misma la curaba y la acompañaba en todos los momentos libres y vigilaba la conducta de las hermanas enfermeras y hasta del mismo médico, no tolerando ninguna tardanza o poco cuidado. Al morir la santa superiora, toda la comunidad pudo afirmar que «la Madre Magdalena había desempeñado su oficio de Abadesa de una manera más divina que humana».
Entre tantas perfecciones como ostenta el alma de nuestra Beata María Magdalena, la observancia de sus votos y de la vida religiosa llama la atención de manera singular. Su obediencia ciega a todos los mandatos, aun a los más inadecuados y duros, la hizo dueña absoluta de su voluntad: desconcertante paradoja de la vida espiritual que hace vencedoras a las almas cuando parece que son esclavas. Idéntico fenómeno sucede con la práctica de la pobreza evangélica, que nos despoja de todo afecto de bienes terrenos y nos hace poseedores de inmensos tesoros de virtud. Magdalena, al quitarse los ricos vestidos seculares, vistió alegremente el áspero saco capuchino y comenzó a gustar las delicias de la santa pobreza; jamás usó hábitos, velos, sandalias o libros nuevos y elegantes, sino lo más abyecto, lo que se desechaba por viejo o por inservible, y aun eso le parecía demasiado para una pobre capuchina. Al hablar de la pobreza seráfica a sus novicias, les decía que esa virtud era «el tesoro precioso, la perla inapreciable, su Señora, Reina y Emperatriz, la Esposa querida de Jesucristo, la Madre tierna dada a sus hijos por San Francisco y Santa Clara». En la castidad no conoció la más mínima falta: a los trece años, hizo voto de virginidad, y su vocación religiosa fue una gracia que pidió a Dios para mejor conservar la pureza de alma y cuerpo. Andaba siempre con los ojos bajos, aun en el mismo convento.
¡La oración de Magdalena! No hay en lenguaje humano palabras para describir su intensidad y sus efectos admirables. Nuestra santa vivió en perpetua oración, ya desfalleciendo de amor ante el sagrario, ya deshaciéndose en lágrimas de compasión hacia Cristo crucificado, ya conversando regaladamente con la Virgen Santísima que la visitaba y la llenaba de celestiales consuelos. En la oración hallaba el descanso del alma, el sabroso alimento del corazón, la alegría del amor, las comunicaciones y dones sobrenaturales de su Esposo divino. De su pobre y oscura celdilla, testigo de tantos prodigios, salía Magdalena transformada en un ser de otro mundo, con el rostro hermosísimo, con los ojos brillantes, con el corazón inquieto, absorta, ágil, embebida en dulzuras interiores y en misteriosos coloquios con su Dios.
Dos obras conocemos, escritas por la seráfica virgen capuchina: el Tratado de la Humildad, y la Autobiografía, ambas redactadas por mandato de sus confesores y directores. En el Tratado de la Humildad escribe: «Estas cosas me las ha enseñado Dios, sin estrépito de palabras, y yo he seguido sus enseñanzas; todo esto no lo he estudiado nunca, sino que lo he aprendido a los pies del crucifijo».
La ciencia infusa, el don de profecía y de milagros, la discreción y dirección de los espíritus, las visiones y éxtasis, todas las maravillas que la gracia de Dios suele hacer en las almas escogidas, tuvieron en Magdalena espléndida manifestación. Dícese que tuvo también en su cuerpo, aunque de ordinario invisibles, según sus deseos, las cinco llagas de Cristo, la corona de espinas y otras señales de la pasión.
En la semana santa de 1737, le fue revelado que su muerte estaba próxima, y para prepararse, quiso celebrar todas las ceremonias de la pasión y muerte de Cristo con inusitada solemnidad.
El jueves santo, en su calidad de superiora, llamó a las religiosas, les lavó los pies y se los besó humildemente, haciendo un esfuerzo extraordinario para arrodillarse ante cada una de sus hijas, por los terribles dolores y debilidad que sentía. Les habló con sublime inspiración, recomendándoles la caridad y la observancia de la regla; pidió perdón de todas sus faltas; y tuvo que ser llevada a la enfermería en brazos de las religiosas que no podían reprimir los sollozos de inefable emoción.
Desde aquel momento, puede decirse que ya no vivió en la tierra. Al recibir los últimos sacramentos, renunció a su cargo de Abadesa, se entregó a profundas meditaciones y ya no habló más que breves palabras para expresar el gozo de morir y volar a Dios.
Su rostro adquirió una frescura infantil, sus ojos reflejaban la ingenua tranquilidad del alma pura, y en sus labios floreció una tenue sonrisa de felicidad. La muerte no pudo marchitar aquel semblante de serena belleza.
El 27 de julio de 1737, Magdalena Martinengo, la enamorada de Cristo, emprendió el vuelo triunfal hacia la gloria, premio de sus virtudes y penitencias y anhelo de toda su vida.
[Prudencio de Salvatierra, OFMCap, Beata María Magdalena de Martinengo, en Idem, Las grandes figuras capuchinas. Madrid, Ed. Studium, 1957, 2.ª ed.; pp. 345-362].
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